El fin de semana pasado fui a comer a un restaurante muy bonito, uno de esos amplios, con terraza cubierta y zona exterior, con muchas plantas y una decoración preciosa. Era domingo, hora de comer y estaba lleno de familias.
En una mesa había 7 niños de unos 12 años, cada uno de ellos tenía una tablet o un móvil y estaban jugando con ellos. En el rato que estuve observándoles no hablaron con los demás. En la mesa de al lado estaban los padres, que mantenían una divertida conversación y parecían estar pasando un buen rato, sin percibir nada raro en su hijos. ¿A dónde hemos llegado? ¿En qué sociedad vivimos si un grupo de niños en vez de hablar y jugar, se aislan cada uno jugando con sus tablets?
En otra mesa había una familia, las dos hijas tenían una tablet con una bonita funda rosa y unos cascos a juego. Cada niña tenía la suya y estaban viendo unos dibujos o una película en ellos. Los padres, cada uno con el suyo, estaban mirando sus móviles. En algún momento los dejaron, hablaron un poco, pero desde la distancia no parecía una conversación muy fluída.
Tuve una sensación profunda de tristeza. En mi época no existían los teléfonos móviles, obviamente, pero estaba la tele. Había familias que cenaban viendo la tele. En mi casa, eso nunca se hizo, no había televisión en la cocina, ni en las habitaciones, sólo una en el salón y aprendimos a negociar los programas que se veían, o a sortear quien era “el rey del mando”. Yo recuerdo las cenas en casa donde nos peleábamos por hablar y contar lo que nos había pasado durante el día. O las comidas de los fines de semana, cuando mi padre nos contaba historias y mi madre nos apremiaba para que siguiesemos comiendo. Ahora veo estas familias, en las que parece que hay construida una columna de silencio, ¿qué les pasa a esos padres que no tiene nada que contar a sus hijas? ¿qué les pasa a unos adultos que no saben qué preguntar a unos niños?
En una sociedad donde cada vez tenemos más aplicaciones para estar en contacto con los que están lejos, nos encontramos aislados de los que tenemos en frente. Podemos tocarles si alargamos la mano, pero no lo hacemos, ni siquiera les escuchamos, ni les miramos, porque estamos centrados en nuestros teléfonos.
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